Soy estudiante, ¿qué puedo hacer frente a la pobreza?

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Escrito por Ana Patricia Romay Febres

La pobreza es una experiencia profundamente multidimensional. Según ATD Cuarto Mundo, implica una lucha constante por la dignidad marcada por la exclusión estructural y el silenciamiento. Por supuesto, incluye la negación del acceso a un trabajo decente, ingresos insuficientes o inestables, y la privación tanto material como social. Pero también se manifiesta en la forma en que las personas en situación de pobreza son vistas y tratadas—mediante el maltrato social e institucional y la falta de reconocimiento a sus aportes. Estas dimensiones están estrechamente interrelacionadas y moldeadas por factores más amplios como la identidad, la cultura o el entorno: es una realidad estructural, con múltiples capas, y debemos encararla con la misma profundidad con la que se manifiesta, pues solo el reconocimiento de esa complejidad nos permitirá transformarla.

Como estudiantes, muchas veces nos preguntamos: ¿Qué poder tenemos frente a un problema tan grande? ¿Cómo podemos contribuir de forma significativa a un desafío global que parece estar fuera de nuestro alcance? Podemos empezar por reconocer el inmenso privilegio que implica poder estudiar. No todo el mundo llega a un aula. Para muchos, estudiar no es un derecho, sino un sueño postergado. A veces lo olvidamos, atrapados en la presión de rendir, de lograr, de avanzar. Pero aprender también puede ser un acto de solidaridad, una forma de vincularnos con el mundo. Por eso, entender la educación solo como un medio para el éxito personal es reducir su potencia. ¿Y si empezáramos a pensarla como una forma de estar con otros, de actuar junto a otros?

¿Cómo hacemos eso realidad?

Estas son las preguntas con las que he lidiado durante mis meses de prácticas en ATD Cuarto Mundo, una organización internacional contra la pobreza que trabaja aliándose con quienes conocen esa realidad desde dentro. A lo largo de esta experiencia, he comprendido que, aunque como estudiantes no tengamos acceso al poder institucional o económico, sí contamos con otras formas de incidir: la atención, la empatía y el compromiso sostenido. Tenemos la posibilidad de tejer redes, movilizar ideas y acompañar luchas con convicción y respeto. Nuestras acciones pueden parecer pequeñas, pero no son insignificantes.

ATD Cuarto Mundo se basa en la convicción de que las personas que viven en la pobreza deben estar en el centro de los esfuerzos para erradicarla. Este enfoque transforma por completo nuestra forma de entender la justicia social: se trata no de ayudar “a” quienes viven en pobreza, sino de trabajar “con” ellas, de aprender “de” ellas. He comprendido que la pobreza no es solo material. Es también emocional, social y espiritual. Tiene que ver con la exclusión, el silencio, la vergüenza. Pero también con la resiliencia, la resistencia y la dignidad.

Uno de los métodos centrales de ATD, el «Cruce de Saberes«, fue creado en 1993 para generar espacios donde personas con experiencia de pobreza puedan reflexionar y contribuir en igualdad de condiciones junto a académicos y profesionales. Esta metodología participativa desafía las jerarquías tradicionales del conocimiento al reconocer que quienes viven en la pobreza poseen saberes valiosos y transmitidos por generaciones. Para superar la pobreza y la exclusión social, lo primero es reconocer a estas personas como protagonistas y no como meros beneficiarios de ayuda o sujetos de estudio.

Cuestiona la idea de que no tenemos poder

Al compartir mi experiencia con amistades—especialmente con María, una estudiante mexicana de 21 años que cursa Filosofía, Danza y Ciencias Políticas en EE. UU.—me di cuenta de que muchas y muchos estudiantes hoy cargan con un fuerte sentimiento de desesperanza. Hablamos de las presiones que vivimos: la deuda estudiantil, tener que trabajar en varios empleos, el miedo a decepcionar a nuestras familias, y el costo cada vez más alto de simplemente existir. Todo esto ocurre en un contexto de creciente odio, polarización y abandono institucional.

María y yo hablamos de lo solitario que puede ser seguir sintiendo en un mundo que a veces parece anestesiado. Pero al compartirlo también reconocimos que no estábamos solas. Nos recordamos que el amor es político, que el cuidado es radical, y que la amistad—una amistad empática, atenta, comprometida—puede ser una forma de resistencia. Cuando nos acompañamos, cuando hacemos voluntariado, cuando reconocemos que ya tenemos un lugar en la mesa—y pensamos en quienes siguen siendo excluidos de ella—, estamos desafiando, desde lo cotidiano, los sistemas que aíslan y deshumanizan. Prestar atención, compartir nuestro espacio, y actuar con conciencia del privilegio que tenemos es ya una forma de transformar.

Hacer voluntariado en una organización como ATD puede parecer una gota en el océano—pero es una gota poderosa. Cuestiona la idea de que no tenemos poder. Reafirma que la acción colectiva comienza con pequeñas decisiones cotidianas. Nos da la oportunidad de conectar el conocimiento académico con las luchas reales, y de recordar que la teoría sin acción está vacía.

Como estudiantes de relaciones internacionales, ciencias políticas o filosofía, muchas veces nos dicen que las verdaderas oportunidades de carrera—y el dinero—están en la seguridad, la política exterior o la consultoría. El trabajo para el desarrollo o la incidencia política contra la pobreza suele tacharse de idealista, “blando” o poco rentable. Pero esta mentalidad es parte del problema. Si queremos un mundo donde la dignidad humana esté por encima del lucro, nuestras decisiones—dónde hacemos prácticas, qué causas apoyamos, qué trayectorias elegimos—deben reflejarlo.

La lucha para superar la pobreza empieza por nosotros

Tener veintitantos hoy en día puede sentirse como estar al borde de un precipicio. Tenemos más acceso a la información que nunca, pero a veces tanta exposición al sufrimiento, a la injusticia, a la urgencia, termina por anestesiarnos. Nos sabemos rodeados de problemas enormes, y aun así sentimos que no podemos hacer nada. Esa sensación de haberlo intentado todo, de estar presentes y aun así no bastar, se va filtrando como un cansancio profundo, como una costumbre de no esperar cambio. Es fácil caer en una especie de indefensión aprendida, en la que la conciencia no impulsa a la acción, sino que paraliza. Nos repiten que somos “el futuro”, pero vivimos en un presente que arde—literal y metafóricamente.

Aun así, creo que somos una generación capaz de transformar. Si hay un sentimiento que compartimos, es la impotencia. Pero paradójicamente, esa impotencia común puede convertirse en una fuente de poder. Nos conecta más allá de fronteras, disciplinas o identidades. Nos impulsa a dejar atrás el individualismo y abrazar lo colectivo. Porque solos, el cambio es imposible—pero juntos, es inevitable. Ya sea asistiendo a una reunión comunitaria, leyendo a alguien que ha vivido la pobreza, o simplemente empezando una conversación, cada paso cuenta.

Para María y para mí, estos pequeños actos ya están transformando la forma en que nos vemos: no como testigos impotentes, sino como agentes de cambio. Y eso es algo en lo que todos podemos convertirnos, por más ocupados, agobiados o perdidos que nos sintamos.

La pobreza no se va a resolver de la noche a la mañana. Es un problema histórico, sistémico, profundamente arraigado. Pero no es inamovible. Como estudiantes, tenemos la posibilidad de redefinir lo que significa tener poder. Podemos optar por la empatía en lugar de la indiferencia, por la justicia en lugar del cinismo. Nuestros estudios no están separados del mundo real—son parte de él. Y cuanto más integremos lo que aprendemos con cómo vivimos, más sentido tendrá nuestra educación.

La lucha para superar la pobreza empieza por nosotros—no porque tengamos todas las respuestas, sino porque estamos dispuestos a hacernos las preguntas correctas y a caminar junto a quienes han sido ignorados durante demasiado tiempo. En ese camino, quizás encontremos no solo un propósito, sino también compañía.