“¿Quién hablará de nosotros?”

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El equipo del Movimiento ATD Cuarto Mundo de Sofia, Bulgaria, lleva cinco años luchando por los derechos de la comunidad romaní del barrio de la “Fábrica de azúcar”, un barrio obrero del noroeste de la capital. En 2019, el ayuntamiento puso en marcha la primera fase del plan de destrucción de la mahala, parte gitana del barrio. Como consecuencia, treinta familias se encontraron sin hogar y tuvieron que ser realojadas en un centro de acogida temporal en el que aún permanecen. Hoy, esta historia se ha vuelto a repetir, y las familias que seguían viviendo en el barrio se encuentran ahora también sin hogar, forzadas a vivir en campamentos montados entre los escombros de su barrio.
“El quince de abril, durante la Semana Santa, las excavadoras, la policía, los cañones de agua y las fuerzas de seguridad irrumpieron a las cinco y media de la mañana y nos obligaron a abandonar nuestro barrio. Los policías, que se mantenían a un metro de nosotros, con una actitud muy agresiva, nos prohibieron literalmente recoger nuestras cosas. Nos repetían una y otra vez que teníamos que salir de nuestras casas y no nos dejaron ni tan siquiera coger lo mínimo indispensable. (…) Estuvieron todo el día derribando nuestro barrio; más de treinta o cuarenta casas desaparecieron.”
Así fue como Vassia, de 37 años, vecino de la mahala y padre de tres niños describe el día en el que todo su barrio quedó destruido. Un barrio que se había ido construyendo a largo de los años, generación tras generación, en un terreno municipal.
“Nuestro barrio existe desde hace casi cien años. (…) Mi abuela tiene setenta y cinco años y nació aquí. Mi padre falleció aquí hace unos cinco meses. Todos nos hemos criado aquí desde hace generaciones.”
“Tenemos tres hijos”, dice, “la más pequeña todavía va al colegio, aunque su mochila con los libros, los cuadernos y el estuche se hayan quedado bajo los escombros. El mayor ya trabaja, no le ha quedado más remedio, tiene que ayudar a mantener a la familia. Y, ahora que nos hemos quedado todos en la calle, el mediano, al que no le interesa mucho el colegio, seguramente tendrá que ponerse también a trabajar.”
Cuando el catorce de marzo el teniente de alcalde entró en la mahala con la policía para informar a los vecinos de que el barrio iba a ser derribado próximamente (en unas semanas), la vida de la comunidad dio un vuelco. Desde ese día, empezaron a vivir con miedo a perderlo todo. Algunas familias empezaron a hacer las maletas, otras dejaron de mandar a los niños al colegio. No existía ningún documento oficial, lo que propiciaba la circulación de todo tipo de rumores: ¿vendrán el veintiocho de marzo?, ¿el once de abril?, ¿el catorce? Otras decían que no iban a venir e hicieron todo lo posible por seguir con su vida normal.
Cuando el catorce de marzo el teniente de alcalde entró en la mahala con la policía para informar a los vecinos de que el barrio iba a ser derribado próximamente (en unas semanas), la vida de la comunidad dio un vuelco. Desde ese día, empezaron a vivir con miedo a perderlo todo. Algunas familias empezaron a hacer las maletas, otras dejaron de mandar a los niños al colegio. No existía ningún documento oficial, lo que propiciaba la circulación de todo tipo de rumores: ¿vendrán el veintiocho de marzo?, ¿el once de abril?, ¿el catorce? Otras decían que no iban a venir e hicieron todo lo posible por seguir con su vida normal.
Las familias se movilizaron. Dos padres fueron a hablar a la radio para expresar su preocupación de cara a su futuro porque ¡no tenían ningún otro lugar adónde ir! Cuando la periodista les preguntó sobre qué mensaje quisieran transmitir al alcalde, Boïko contestó: “Me gustaría preguntarle cómo consigue dormir sabiendo que va a dejar a doscientas personas en la calle.”

El equipo de ATD Cuarto Mundo ayudó a las familias con los trámites necesarios para intentar alertar de la situación a las instituciones responsables y a otras organizaciones.
Así, las familias, en colaboración con una sociedad de abogados especializada en la defensa de los derechos humanos, consiguieron entablar un procedimiento judicial que llegó hasta la Corte europea de los derechos humanos donde, el once de abril, se publicó un decreto solicitando la interrupción de la destrucción de la mahala. El diez de abril, las familias se manifestaron ante el parlamento. Marin, líder de la movilización y originario del barrio aclaró: “Que quede claro, cuando nosotros, los gitanos, salimos a la calle para manifestarnos, es que se trata de una cuestión de vida o de muerte.”
El catorce de abril, el equipo veló junto a los padres de la mahala, que pasaron toda la noche reunidos en torno a un fuego en la plaza del barrio. “Esto es algo que normalmente hacemos cuando alguien fallece”, nos explicaron. Fue una noche fuera del tiempo en la que los viejos recuerdos emergieron y los llantos, el baile y el canto confluyeron hasta las cinco de la madrugada, hora en la que doscientos treinta y ocho policías irrumpieron en la noche e invadieron las angostas calles de la mahala.
La municipalidad no propone ninguna solución viable para realojar a las familias.
“Ahora mismo hay unas veinticinco tiendas de campaña”, dice Vassia, “la gente está viviendo literalmente entre las ruinas de sus propias casas. Unas diez o quince personas duermen en la iglesia evangélica local, en el suelo, sobre mantas, como buenamente pueden. La mayoría son personas enfermas y familias con niños pequeños que no pueden pasar la noche en la calle”.
Sotir, de 23 años y padre de un niño de tres, añade:
“Ahora quieren ayudarnos proponiéndonos realojarnos en centros de acogida temporales, pero, cuando sabes cómo funcionan las cosas en esos centros, más que sentirte ayudado, te sientes como si estuvieras en una prisión: baños comunes, enfermedades, miedo. Mi mujer no se atreve a ir al baño. Y encima tenemos que pagarlo nosotros, y en esto se nos va la mitad de nuestro sueldo. Dicen que vivimos a expensas del Estado pero la realidad es que al Estado, para controlarnos mejor, no le conviene que salgamos de la pobreza. Nosotros trabajamos y pagamos las facturas de electricidad y de agua como todo el mundo, pero no nos dan ninguna oportunidad. Si pedimos un crédito, desde que se enteran de que somos gitanos, nos lo deniegan inmediatamente.”
Para justificar la demolición del barrio, la municipalidad declaró que se trataba de casas ilegales que representaban un riesgo para la vida de las personas. Sotir reacciona ante la cuestión de la ilegalidad:
“Esto es lo que más nos duele. Si nuestras casas eran ilegales, ¿cómo se explica que tuviéramos contadores eléctricos? ¡El Estado no puede pretender que paguemos las facturas una vez al mes y luego decirnos abiertamente que no existimos! Es muy hipócrita. Mientras pagamos, nos toleran, pero cuando les conviene, nos quitan de en medio. El terreno siempre ha pertenecido a la municipalidad, entonces, ¿por qué han tardado tanto en resolver el problema que desde hace décadas representa la ilegalidad de nuestras casas? En aquel entonces, autorizaron a nuestros abuelos a instalarse en este terreno, ¿y ahora resulta que somos ilegales?”
Hace ya dos meses que las familias esperan una propuesta de alojamiento digno. “Lo más difícil”, dice Vassia, “es por la mañana; te despiertas y no sabes qué hacer. No puedes lavarte la cara y no puedes decirle a tu hijo que todo saldrá bien, porque ni tú mismo estás seguro”
Concluye añadiendo,
“No queremos un tratamiento de favor, tan sólo buscamos justicia. Formamos parte de esta ciudad, no somos solo sombras de la periferia, también nosotros queremos vivir como seres humanos; queremos un hogar, no una tienda de campaña.”
Citas extraídas de la entrevista llevada a cabo por el People de Sofia